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Las alas del deseo

por Daniel Amorín

Suelo decir que mi vida cambió para siempre la noche en que se apagaron las luces de la vieja sala Estudio 1 en Camacuá, irrumpió la Muerte al amanecer en la playa, y extendió su manto negro hacia el caballero medioeval de pie junto a una inconclusa partida de ajedrez.



Fue el principio de una larga lista de descubrimientos, felicidad y maravilla. De películas, de directores, de actores y actrices, de cinematografías, de épocas, de corrientes.
Es increíble pensar que (casi) todo eso se lo debo -se lo debemos- a un solo hombre: Manuel Martínez Carril.

Para toda una generación es mítico el recuerdo de aquellas colas interminables, que daban vueltas dos esquinas, ante Centrocine, para ver el ciclo de cine español producido en su democracia naciente, y exhibido aquí en nuestra dictadura agonizante.
Para otros tantos es imborrable el recuerdo de aquel festival de cine de 1986, en el que el jurado oficial premió a “Ran” de Kurosawa, al tiempo que el público premiaba “El sacrificio” de Tarkovski.
Para muchos también es conmovedora la evocación de aquellas noches frías de Estudio 1, sala legendaria si la hubo, en la que las colas se ensanchaban más de los que se alargaban, tiesos frente a la rambla, la llovizna en la cara, expectantes ante la película de turno y, a posteriori de ella, remontar la cuesta de Camacuá, callados y cavilosos, apresando aún en la retina la última imagen, los ojos entre cerrados, el viento en la cara.
Cada socio y ex socio de Cinemateca tendrá sus recuerdos pertinaces, sus anécdotas inolvidables.

La imagen de Manolo que elijo retener es una repetida en los festivales de cine de los ’80, en la sala de Carnelli, cuando los empleados no daban abasto para atender el borbollón, y el propio Manolo se ponía a cortar entradas junto a la puerta de la sala, utilizando enteramente una sola mano, porque dos dedos de la otra estaban ocupados en sostener el cigarro.
Y de tantos recuerdos y anécdotas sobre Cinemateca que podría referir, hay una que sobresale del resto. Tiene que ver -cuándo no- con la entrañable sala Estudio 1.

Era la última función de una fría noche de invierno de entre semana. Digamos, 21.15 horas. Daban “La fuente de la doncella” de Ingmar Bergman. Yo ya la había visto al menos un par de veces. Pero me acompañaba un amigo, teatrero, que no la había visto, aunque sí otras del maldito sueco.

Se había producido ya la violación y muerte de la doncella, el destino había querido que los asesinos encontraran refugio para una noche despiadada en casa de los padres de la doncella, ya éstos habían comprendido a qué clase de criminales estaban cobijando, y el padre de la adolescente, Max Von Sydow, preparaba su venganza, cuando, en la sala, la proyección se interrumpió. Tras los espontáneos quejidos de asombro, se encendieron las luces. Éramos pocos. Unas veinte o treinta personas. Y la sala estaba fría. Todos quedamos sentados y en silencio. La experiencia nos decía que tras unos minutos de espera abandonaríamos esta absurda realidad detenida para volver a la otra, plena de drama y acción.

El proyeccionista en persona irrumpió en la sala para anunciar que la función se suspendía: una fatalidad había arruinado el equipo de sonido, y el desperfecto no podría solucionarse hasta el día siguiente. Pero al día siguiente ya no darían esta película, sino otra ya programada. La consternación se dibujó en los rostros de todos los espectadores, pero ante un argumento así no había nada que hacer. Fue entonces que se me ocurrió la idea. Le propuse al proyeccionista por qué no seguir viendo la película sin sonido, si de todos modos tenía subtítulos en español. El técnico miró a todo el público y dijo “si ustedes quieren, no hay problema”. La mayoría asintió y el proyeccionista volvió a su puesto. Nadie se movió de la sala. Las luces volvieron a apagarse y el rostro adusto de Max Von Sydow ocupó enteramente la pantalla.

Cuando tras despachar a los dos asesinos, Max, aún sediento de venganza, levanta en vilo al niño que los acompañaba, cuando con sus brazos extendidos lo mantiene en el aire a más de dos metros de altura, cuando duda mientras su esposa -a quien los espectadores de esa función no oímos pero sí vemos- le ruega que se detenga, que no acometa contra un niño, y cuando finalmente el protagonista lo lanza con violencia, estrellándole contra la pared de piedra, cuando ocurre eso en la sala muda, se oye el grito ahogado de una espectadora, y las inevitables risas apagadas de otros espectadores, igualmente conmovidos por la escena.
No se escuchó nada más durante el resto de la proyección. La película terminó, las luces se encendieron como siempre, y los espectadores nos retiramos como siempre, con un reinante silencio interrumpido ocasionalmente por algún “qué notable” referido al film, o algún “qué horrible” referido al drama humano que acabábamos de presenciar.
Es posible que alguno de esos espectadores haya recordado, como yo, la orden de René Clair: “el cine debe estar hecho para que un sordo lo pueda entender”. Y aún más posible que quienes no conocieran el aserto, hayan llegado, con otras palabras, a la misma conclusión.

Es obvio que mi gratitud y deuda con Manolo es eterna e incuantificable. Por eso, para este último viaje que acaba de emprender, le deseo: que lo inicie con la fanfarria de Fellini, que fume por siempre los cigarrillos de Cassavetes, que lo custodien los ejércitos de Kurosawa, que el camino esté orlado por los decorados de Visconti, que Chaplin lo guíe en los caminos más peligrosos, que Resnais le ayude a recorrer los vericuetos de la memoria, que junto a Losey detecte a tiempo la intrínseca maldad que nos rodea, que levite como los seres tocados por la magia de Tarkovski, y que, en cada instante, encuentre a su lado la mano tendida de Ingmar Bergman.

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